Por: Carlos Navarro Fernández
Hace pocos años, imaginar
a una pareja del mismo sexo contrayendo un matrimonio civil parecía un juego de
fantasía, en México y muchas otras partes del mundo. Hoy en día, un hombre o
una mujer pueden presentarse ante una oficina del Registro Civil en la Ciudad
de México y casarse con una persona de su mismo sexo.
El matrimonio ilustra magníficamente la enorme
distancia que separa la realidad de vida de las personas homosexuales con las prácticas
eclesiásticas y litúrgicas de la Iglesia católica de hoy. Esos ritos ejercen
una fuerte influencia sobre la forma en que los individuos que tenemos como
objeto de nuestro afecto y de nuestra sexualidad a otra persona del mismo sexo
vivimos, o abandonamos, nuestra religión. Por lo común, la persona lesbiana,
gay, bisexual, transgénero, etc. (LGBTTTi) pronto concluye que no hay lugar
para ella en esa institución y concluye, en automático, que no se puede ser gay
y católico: o lo uno o lo otro.
Aunque esa apreciación ha persistido por siglos, creo
que ha empezado a cambiar y tiene ya menor efecto en la manera en que el
homosexual practica su religión. Veo a un creciente número de personas que
saben que pueden ser LGBTTTi y cristianos a la vez; individuos que ya no están
dispuestos “a pedir permiso” para acercarse a Dios ni a aceptar que se les
niegue una rica vida espiritual por su orientación sexual. Han dejado de creer en
la antes temida advertencia de que “serán víctimas de la condenación eterna”.
Conversando con un buen amigo hace algunos años,
recordamos las experiencias de evangelización católica durante nuestros años
universitarios. Rafael y yo compartíamos una añoranza por aquellas experiencias
religiosas y formativas vividas entonces con otros jóvenes. En esas
interacciones habíamos descubierto lo valioso de la enseñanza cristiana y lo
trascendente de un encuentro personal y transformador con Cristo. De esa
plática brotó la idea de crear un grupo de oración gay. Sí, una pequeña
comunidad que replicaría lo ya vivido en otros grupos católicos pero sin las
obligadas y conocidas limitantes de aquellos grupos. Estábamos seguros, y con
el tiempo lo comprobaríamos, que ese Dios en quien creíamos no nos cerraría las
puertas sólo por ser homosexuales.
Pronto establecimos contacto con amigos y compañeros
que sabíamos tenían esta inquietud por reunirse en una comunidad cristiana pero
que estaban desencantados con una estructura eclesial rígida y excluyente que
no les permitía expresar y compartir con el otro su verdadero ser, sus
aspiraciones, sus inquietudes, sus ideales, su forma particular de vida. Una
realidad eclesial que en ocasiones parecía haberse olvidado del Evangelio de
Mateo (7, 12): “Todo lo que ustedes
desearían de los demás, háganlo con ellos: ahí está toda la Ley y los Profetas”.
Esos conocidos convocaron a otros y con esa aspiración
nació la pequeña comunidad “Efetá”: un grupo de jóvenes homosexuales --
contadores, ingenieros, sacerdotes, diseñadores, comunicólogos -- que se reúnen
para orar, redescubrir su religión y ayudarse a crecer mutuamente a través de
un cristianismo verdaderamente liberador. Se trata de seguir a Jesús con el
alma descubierta sin necesidad de dogmas impuestos y con frecuencia
artificiales. Porque, cito a Karen Armstrong, esa
incansable estudiosa de Dios:
“Si la religión no se trata de creer en algo, ¿entonces de qué se trata?
Lo que he descubierto es que la religión se trata de actuar diferente”.
Actuar diferente, en compás con Dios, quitándome del
centro de mi mundo y poniendo ahí a otra persona.
En nuestra primera reunión “oficial”, en 2007, establecimos
las “reglas del juego”. Este grupo tomaría como ejemplo a las primeras
comunidades cristianas; esas que se reunían poco después de la muerte de Jesús
y de Pentecostés. Al escuchar propuestas de nombre, nos decidimos por “Efetá”
–- abiertos al Espíritu (Mc 7, 31-35). Queríamos que el Espíritu fuera quien
guiara al grupo, lo inspirara y le hiciera sentir la presencia de Dios que nos
abrazaba con alegría.
Un acuerdo tomado desde el primer día, fundamental,
fue que Efetá no era un grupo “reaccionario” que se dedicaría “a hablar mal de
la Iglesia”. El objetivo de esta comunidad no sería quejarnos de la institución
–-entendida aquí como su jerarquía dominante-- convirtiéndonos en indefensas
víctimas. Tomo prestado un texto del conocido teólogo gay católico James Alison, quien por cierto ha
compartido ya alguna reunión de Efetá, para complementar esta idea fundamental:
El primer y más importante desafío no es unirnos en contra de un
imaginado enemigo externo, lo cual es demasiado fácil, sino aprender a unirnos
de forma creadora, atrevida y dotada de rica imaginación para instalar una
cultura y unas posibilidades de vida inimaginables desde la posición
victimaria. Este es el desafío católico gay que aun se vive demasiado
fragmentariamente en nuestro medio.
Así es como “Efetá” se convirtió en un espacio
propicio para redescubrir nuestra formación cristiana católica, los fundamentos
de nuestra fe. ¿Aceptaríamos acaso que personas heterosexuales “invadieran” al
grupo? ¡Por supuesto! Ellos no son el enemigo; son, más bien, aliados. Es a
través de ellos que acortamos la brecha que divide “nuestros dos mundos”. Hemos
tenido visitas de muchas personas heterosexuales quienes han compartido nuestra
experiencia, han crecido junto a nosotros y han tocado nuestras vidas --incluyendo
a sacerdotes consagrados que han compartido la liturgia católica en la
intimidad de esta pequeña comunidad.
En cada encuentro compartimos charlas, experiencias,
testimonios o dinámicas y hacemos oración en grupo. Un elemento importante de
la sesión es “abrir el corazón” y compartir mi vida contigo, decirte sin
tapujos lo que me mueve, lo que me duele, lo que me inspira, cómo voy en mis
relaciones y de qué manera Dios juega un papel fundamental en todo eso. A
diferencia de otros grupos cristianos aquí sí puedo “ser quien soy” y esperar
la acción de Dios. En Efetá vivo un cristianismo sin exclusiones que me invita
a salir y hablar de Jesús, actuar como Él, a ser su testigo.
Como pequeña comunidad cristiana no hemos sentido la
necesidad de obtener “una aprobación parroquial” o de tener un “sacerdote
acompañante”; más bien, hemos querido imitar la forma en que los primeros
seguidores de Jesús se reunían para recordarlo. Sin embargo, sí hemos tenido
interacción social y eclesiástica. Hemos contactado otros grupos cristianos
gay; se nos ha invitado a participar en celebraciones litúrgicas que buscan
destacar una iglesia “diversa” y heterogénea; nos han visitado sacerdotes,
investigadores y representantes de otras comunidades cristianas. De este modo nos
consideramos parte de la Iglesia católica y compartimos no sólo sus creencias
fundamentales sino muchos de sus ritos y buena parte de su liturgia.
¿Nos gustaría ser testigos de una estructura eclesial
diferente? Sin duda. Pero esa ausencia de “cambios estructurales” no nos impide
nutrirnos con lo mucho de bueno que tiene ese depósito de sabiduría cristiana
que es la Iglesia, aún con su parte humana llena de limitaciones.